SANGRE AZUL
L
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a pareja se acercaba a un claro del
bosque cuando una bandada de pericos alzó vuelo. La algarabía de las aves los
atrajo. Las aves cruzaron sobre ellos para llegar hasta un frondoso árbol donde
se posaron. Tres pericos salieron tardíamente del primer árbol que aún se
movía. Los caminantes continuaron su ruta al tiempo que el bosque ocultaba el
escándalo de los pájaros.
Era septiembre, mes de lluvias en
la región. Los arbustos estaban florecidos y el musgo fresco y reverdecido. La
trocha avanzaba entre unos trechos pantanosos y otros lisos y de cuando en
cuando, por mullidos tapetes de hojas secas.
Por el momento la neblina era
escasa, la bruma apenas se estaba levantando. No lloviznaba. El rocío del
reciente amanecer estaba presente en las hojas y los troncos de los árboles.
Los caminantes se distraían siguiendo el rastro de un grupo de cusumbos que,
durante la noche, habían estado comiendo insectos en los bordes de la trocha. Al cabo de un rato,
en un recodo del camino, se sentaron para beber un poco de tinto caliente.
Tomaron la cantimplora que él tenía
y sacaron dos panes del morralito que ella cargaba.
-No sólo los espíritus de Mapalina,
la neblina, habitan este bosque-, dijo él cortando el silencio.
-¿Cómo?-, inquirió ella luego de
beber dos sorbos de tinto.
-Los viejos dicen que la vida de
este bosque es una historia de mitos y leyendas. Aseguran que cuando la neblina
densa los invade, los pájaros vuelan a
sus nidos y los animales corren a sus madrigueras, y la gente de la zona
prefiere resguardarse en sus cabañas.
Ella tapó la cantimplora, la dejó
en el suelo y lo miró a los ojos con atención.
-Todos se retiran para dejarle el
lugar a Ucumarí-, continuó él.
-¿Un espíritu indígena?-, preguntó
ella.
-No. Nosotros lo conocemos como
“Oso de Anteojos”. Cuando la niebla oculta al bosque, él baja de alguno de los
colchones de musgo que se forman en las ramas de los árboles maduros para
entonces recorrer sus dominios, incluyendo al páramo.
-¿Ataca al hombre?
-No sé... ¿pero quién no le teme a
un rey?
Nuevamente el silencio se apoderó
del bosque y la mirada de ella se perdió entre los árboles que se sacudían
suavemente con la brisa que empezaba a soplar. Reiniciaron la marcha.
Tal vez habían pasado cuarenta y
cinco minutos desde el momento en que dejaron el bosque o iniciaron el ascenso al páramo. Abajo, el cañón estaba
cubierto con nubes. Sólo un pico sobresalía. El viento arreciaba. Veinte
minutos después habían cruzado el filo y caminaban por las onduladas llanuras
del páramo. El amarillo de las flores de los frailejones dominaba el paisaje.
Lentamente el lugar se fue nublando. Desde la cima de una loma pudieron
observar cómo la nube fue ocultando al bosque, a las montañas vecinas y, por
último, al paraje que visitaban. Cubiertos por la neblina continuaron su
marcha. Subieron una par de lomas más. Bajaron hasta el lecho de una quebradita
que a ratos se asomaba a la superficie. Bebieron de su agua. Rodearon un
pantano que no pudieron cruzar. En él, ella se enterró hasta la rodilla. Casi
no logran sacar la bota de caucho que el pantano se había empeñado
obstinadamente en retener. Ocasionalmente él se detenía en alguna mata y la
revisaba con detalle. Mientras tanto, ella recogía flores secas y algunas
raíces retorcidas de curiosas formas.
En una de esas paradas él le
comentó a ella que sin lugar a dudas el oso había estado comiendo en este
sector durante la última semana. Se encontraban en medio de una hondonada,
rodeados de frailejones de hasta metros de altura. Dos pencas que estaban en el
lugar tenían sus hojas regadas por el suelo, Las cuales tenían señas de haber
sido mordisqueadas.
-El oso toma las hojas de las
pencas en racimo. La gruesa piel de sus manos no se lastima con las largas
espinas. Se come el palmito-, le mostró él.
Ella con curiosidad se quedó
revisando las matas mientras el subía para salir de la hondonada. Arriba
escudriñó la neblina. Observó luego al suelo. Volvió a mirar la neblina en todo
su rededor. Fijó la mirada en su acompañante que con señas lo llamaba. Bajó.
-Mira, encontré un pelo enredado en las hojas-, dijo ella
emocionada.
Él lo tomó, lo observó fijamente y
la felicitó. Luego se lo devolvió y ella lo puso en un papel doblado que guardó
entre el morralito. No cabía duda, el oso había estado allí.
Continuaron la marcha. Al rato se
detuvieron. Esta vez lo hicieron frente a un frailejón de un metro setenta. La
mata tenía señales de mordidas justo debajo del racimo de las hojas. Por
allí fluía la savia. Ella tomó un poco
con el dedo índice, la olió y se la frotó en el lugar. Estaba fresca, muy
fresca. Levantaron la cabeza y escucharon con detenimiento el silencio. Se
miraron. A los diez metros la blanca neblina se tragaba el verde. No había
puntos de referencia. La nube los había sacado del camino sin darse cuenta. Tampoco
se hablaban. Si lo hacían, era para comentar la belleza del lugar, nunca para
decir lo que en realidad los inquietaba. El viento helado les golpeaba la cara,
pero ninguno se tapaba las orejas con el gorro de lana.
Rodearon una lagunita de aguas tan
cristalinas que era fácil apreciar con nitidez los musgos de colores rojos,
verdes, y amarillos que había en todo el fondo y a lo largo de la orilla.
Llegaron a una meseta donde los elevados frailejones dominaban. En ella, un
nicho de pencas grandes los hizo detener. Había allí hojas mordidas. También
encontraron un pelo y reconocieron algunas huellas en la tierra, pero
encontraron algo que no habían visto en los otros dos sitios: boñiga humeante
de algún animal de monte. Simultáneamente levantaron la cabeza tratando de
reconocer algún sonido en medio del viento que allí soplaba. Discutieron un
poco tratando de decidir el camino a
seguir. No se pusieron de acuerdo y se separaron un poco para luego reunirse
más adelante. Allí un sonido débil les llamó la atención. El viento soplaba con
más fuerza.
Caminaron en busca del lugar donde
nacía el sonido. Apretaron el paso,
corrieron. Mientras lo hacían, él se llevó la mano a la cintura para
desenfundar el machete pero no alcanzó a hacerlo pues al momento se detuvieron.
Un inmenso boquerón se abría a sus pies. Aquí la montaña separaba en dos para
encauzar un río. A la derecha ambas paredes se unían por una bajada muy
pendiente. En la laja de enfrente rugía con furia el agua desbocada de una
quebrada que allí se lanzaba al vacío en una impetuosa cascada. El viento los
sacudía con fuerza. El espectáculo de la cascada los distrajo mientras la
ventisca retiraba las pesadas nubes. Al
poco rato tenían ante sus ojos la inmensidad extasiante del páramo. Hasta el
sol brilló por unos minutos. Había tanto para ver que se distrajeron y
olvidaron los rastros del oso. Cuando volvieron en sí y trataron de retomarlos
les fue imposible encontrarlos. Ninguno de los dos pudo ubicar otra huella de
Ucumarí.
Ocho horas después cuando la tarde
caía en medio de una llovizna pertinaz y sorteaban con el campero los
obstáculos del carreteable, ella comentó:
-Aunque no me lo creo, allá arriba,
perdidos entre la nube, me pareció oír al oso.
Luego de un breve silencio él
dijo:
-A mi también. Pero pensé que me
estaba enloqueciendo, que más bien eran cosas del cansancio.
-No-, dijo ella pausadamente.- Fue
la magia de Mapalina… Al fin y al cabo, se necesita tener sangre azul para poder ver al rey.
JUIQUIN
VIII-23-1992